De nuevo, el cataclismo se desata. Él lo conoce bien. No es la primera vez que le pasa. El torbellino de sensaciones se desliza desbocado por sus paredes intestinales para dibujar, a la postre, sobre la loza del
water, la más bella diarrea. Él conocía de sus limitaciones y de su incapacidad, y la de sus congéneres, de luchar contra tan abominable enemigo. La única salida era correr y vaciar en lugar seguro toda la mierda de su cuerpo.
Al salir de ese lugar no eran pocas las cucarachas, lombrices y moscas que le seguían a cualquier parte. En procesión. En fila de a uno y sin perder el paso. Todos, entre cucarachas, lombrices y moscas, sumaban un número determinado de infectos insectos equivalente a la cantidad de recuerdos asfixiantes y cuchilladas al pulmón que habían convertido a su vida en la mierda que acababa de expulsar tras varias ventosidades estentóreas.
Pensar en llevar a cabo cualquier actividad con esa corte de parásitos detrás de sí era una utopía. El mero hecho de salir de casa con ellos detrás era avergonzante a la par que cruel. Significaba caminar eternamente estigmatizado por todo aquello que nadie veía bien, que nadie quería tener cerca.
Eran ya muchos años de diarreas y pedos mentales. Siempre era igual. Intervalos de heces medias-duras con episodios de reblandeces. Y con las reblandeces siempre venían los lamentos, y los recuerdos. Y con ellos las cucarachas, lombrices y moscas. Aun así, aun en esos momentos de constricción, siempre había un clavo al que agarrarse ardiendo.
Quien dice un clavo, dice un elixir embriagador que llevarse a los bronquios. Y que a partir del intercambio de gases y la puesta en circulación legal por la sangre que sea lo que Dios quiera. Algo capaz de hacer olvidar, incluso, el acto de limpiarse el culo después de defecar.
Quien dice un clavo, dice un caldo ardiente que encienda las estufas del corazón, tan vacías de pasión. Un caldo capaz de plantar batalla a las enzimas hepáticas, y preparado para alojarse en la materia gris. En pensión completa. Para pasar unas vacaciones en las que no parar de reír, unas vacaciones en las que iríamos juntos.
Suma y sigue. El pericardio acusa el esfuerzo. Y se destensa. Es insostenible recurrir siempre a los placeres que revuelven las tripas y causan estragos orgánicos. Justo en el momento en que la etapa volvía a ponerse interesante e iba a coronar otra vez en solitario el puerto más duro de aquella nacional.
Cambia la dirección del viento, deja de enfrentarse de cara y de nuevo impulsa. La cosa empieza a ir bien y el cuerpo da tregua a los políticos de gobierno y oposición que viven y pernoctan en el corazón. Ni qué decir tiene que la caguerilla vuelve a compactarse, la diarrea desaparece y con ella van extraviándose los fantasmas de los insectos. Y regresa esa seguridad de ser un hombre limpio, nuevo, dispuesto a volver a salir a la calle sin ese miedo a cagarse encima y venirse abajo. O que un diminuto cuesco eche a perder todo lo entrenado durante la semana.
Cada cual tiene sus méritos. Ella tenía el de ser las artífice y musa de las mejores mierdas que salían de su cuerpo. En la tristeza o en la alegría, daba igual. Con ella al lado se notaba que la textura e incluso el aroma de su creación intestina más escrupulosamente elaborada era mejor.
Y en eso se refugiaba; en esperar la llegada de los hielos y diarreas. Frío combinado con la más lúcida descomposición. En saber que al cabo de cinco días su vida sería mejor en esta época del año. Del lunes al viernes eran días de elixires y caldos ardientes mal administrados, de idas y venidas a la taza para depositar el peaje marrón
glacè de su amor y de soportar escondido la compañía de cucarachas lombrices y moscas.
Después venían los días de sueños y placer, en los que era una persona responsable, trabajadora, con una vida familiar sólida y estructurada y con un control de los propios esfínteres superlativo. En una palabra, era una persona segura de sus pasos.
Pero cuando el lunes volvía al calendario otra vez regresaba, como ahora mismo está sucediendo, el torbellino de sensaciones que se desliza desbocado por las paredes intestinales para dibujar, a la postre, sobre la loza del
water, la más bella diarrea acompañado, esta vez, de una intensa flojera de piernas.
Y era en esos momentos, entre pedos malolientes y vomitivos, y entre mierda líquida borboteante, cuando se daba cuenta de que por muchas diarreas y pedos pintores que soltara, sin ella, su vida sería la mayor aventura en cuanto a aventuras mierda se refiere.
Además, sería una caca carente de ponche, motores, música, políticos de izquierdas y derechas, de sociedades generales de autores, de cine, de bares alternativos y otros que no lo son, de sus sonrisas, de colores y formas, de caricias y gemidos… renunciar a todo ello era demasiado. Así que decidido lo afrontó.
Él seguiría cagando blando y aguantando a las cucarachas, lombrices y moscas de su putrefacta existencia en los días laborables para reencontrarse, por unas horas, a veces días, con la mejor y más perfecta mierda seca y segura de sí misma que sólo podía fabricar en compañía de ella.
Vía | Eduardo Lázaro,
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